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En mi juventud operística, el público respondía, ante la mediocridad de una interpretación, con el silencio o bien con el siseo que consistía en silenciar los aplausos de los menos “entendidos”. Sólo en algunos casos muy sonados se organizaba una bronca, que también las hubo. Hoy día, y ya desde hace algunos años, se ha puesto de moda gritar “bu” cuando no se está de acuerdo con la actuación de un cantante, director musical o de escena. Ese sistema supone una importante mejora auditiva de la protesta porque la propagación sonora del "bu" corre mucho más que un siseo y llega con gran facilidad al artista. Esto supone que en caso de aplauso general durante una función, un solo “bu” bien timbrado puede arruinar el éxito de la velada al artista de turno.
Ahora que pasamos una ya larga época, muy larga, en la que los directores de escena se han hecho tan importantes y se han erigido ya en las “estrellas” de las funciones operísticas, parece que hay una especie de carrera a ver quien hace una versión más rompedora de la obra en cuestión y, por lo que se ve, cuantas más broncas (más “bus”) cosechan, más fama alcanzan estos tan especiales seres. Algunos parecen que estén más contentos cuantos más abucheos provoquen. ¡Qué cosas!
Bien distinto es el caso del cantante. Puede ocurrir que se trate de un cantante mediocre, simplemente que "no tenga el día" o que no “diga” adecuadamente el personaje que interpreta. En este caso creo que la mejor respuesta por parte del público debería ser el silencio o el clásico siseo para acallar aplausos injustificados. Creo que el “bu” es demasiado cruel y, en todo caso, debería limitarse a interpretaciones excepcionalmente espeluznantes.
A veces, los abucheos no van dirigidos sólo al artista, pueden ir dedicados también al responsable que le contrató, es decir, al director artístico. Sea como sea, el que recibe el chaparrón es el cantante, el director musical o de escena que son los que salen a saludar y a dar la cara.
Tuve la oportunidad de vivir un caso realmente emotivo que ilustra, creo, lo que estoy tratando de comunicar. En una función de segundo reparto, la soprano de turno interpretó una conocida aria con la suficiente calidad como para salir airosa del trance, sólo quizás empañada por un ligero descolorimiento de los agudos. El público en general aplaudió con fuerza y hasta se llegó a oír alguna aislada ovación, pero dos personas, sentadas casualmente delante de mi, sólo dos personas gritaron “bu”. Fue un grito corto pero contundente, que corrió por la sala con facilidad. A partir de este punto, la soprano siguió el curso de la representación de manera muy irregular, fuera del aplomo habitual al que nos tenía acostumbrados. Cuando cantó la última aria ya en el tercer acto, quiso filar el agudo final pero se le rompió la voz de una manera lamentable. Pues bien, al salir y al verme (yo la conocía bien como médico de la casa), me abrazó llorando y me confesó que desde que oyó el “bu” en el primer acto, el primero y el único que había recibido en veinte años de carrera, se pasó llorando el resto de la representación, con lo que tiene ello de deletéreo sobre la voz, hasta llegar al final ya conocido. Creo sinceramente que si los dos aficionados que abuchearon a esa chica hubieran conocido el efecto que causaron sobre su ánimo, se hubieran ahorrado muy a gusto la protesta y sus funestas consecuencias.
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